Cuando desde cualquier punto cardinal me acerco a mi pueblo y ella, la que todos sabemos que es pirámide maquillada de iglesia, me señala que estoy cerca de casa me siento afortunada de vivir en un puerto con faro, de habitar entre raíces. Entre iguales. Aquí los parques, los atardeceres, los bailes, los mercados, las iglesias y las cantinas no se reservan derecho de admisión. Todos caminamos los mismos suelos.
Nada que sea de aquí me molesta, lo que sí me enfada, es la violencia con que se impone la voluntad de fuera, de aquellos que no conciben la vida sin coches, muros, asfalto, hábitos de convivencia y consumo absurdos, que no entienden a la sociedad sin brechas, sin dolorosas fracturas.
La construcción del distribuidor vial al final de la recta Cholula, será un monumento más a la opresión, así como sabemos que lo es la Iglesia de los Remedios, nos recordará que seguimos reiteradamente siendo conquistados por la sinrazón, colonizados por las ambiciones y agendas globalizadoras de unos cuantos. El ciclo del exterminio se repite y yo me pregunto ¿Cuándo vamos a construir de cero un mundo sin la violencia de la imposición? ¿Cuándo le daremos la espalda a esta interminable herencia de atropello e injusticia?